POLÍTICA DE GUERRA

31/01/2022

El Congreso rechaza declaración de apoyo al Gobierno

Los trabajadores y sus aliados forman con sus organizaciones -sindicatos y partidos- una clase constituida por la mayoría de miembros de la sociedad, que está determinada a expresarse de manera independiente, para así poder defender sus reivindicaciones y aspiraciones, en tanto que contrarias al orden imperante. Un movimiento, que históricamente comienza en forma de expresión nacional, pero que en su desarrollo adquiere un contenido expresamente internacional.

Los gobiernos de la clase explotadora y opresora, sea cual sea su color, no pueden asegurar las condiciones de vida y trabajo dignas, que demanda la mayoría. Planteándose de esta manera el problema del poder político necesario para realizar las transformaciones económicas y sociales e demandadas, con la consiguiente internacionalización de los procesos de lucha de clases: la confraternización de los explotados y oprimidos por encima de las fronteras nacionales en base a unos mismos intereses que defender. De manera que, históricamente, a la fraternidad entre las naciones contra las políticas de guerra entre países, le siguió la fraternidad de los trabajadores y de sus organizaciones, para así oponerse a las guerras de nuestra época, es decir, a las guerras imperialistas.

La crisis económica y social de nuestros días, que implica importantes retrocesos en las formas de vida y trabajo, de destrucción de los servicios públicos esenciales, viene agudizada por una pandemia que se ha cobrado ya millones de muertos, con grandes sectores de la población sometidos a la pobreza, a la indefensión social y sanitaria. La gran potencia imperialista mundial, los EEUU, riza el rizo de esta situación con todo tipo de amenazas y provocaciones de guerra, dirigidas a sus principales competidores económicos, comerciales y militares, entre ellos Rusia y China. Crisis mundial que está lejos de vislumbrar posibles soluciones que detengan el conflicto armado. Las clases dominantes del mundo acuden, como sucedió en la Primera y Segunda Guerra Mundial, a las políticas de destrucción de la riqueza social para mantenerse en el poder, mientras que la extensión de la política de guerra   se constituye en la gota que desborda el vaso del desastre capitalista, de forma que las guerras imperialistas han venido a desatar importantes procesos revolucionarios. La época de las guerras imperialistas de los amos del mundo es también la de las grandes revoluciones.

La armada de los EEUU y sus aliados de la OTAN concentran tropas en los países fronterizos de Rusia, movimiento éste al que responden desde Rusia con instinto defensivo. Altos responsables militares ligados a la OTAN calientan el ambiente, creando un clima de inminente agresión. Un coronel norteamericano, de la delegación oficial de la OTAN en Ucrania, decía ante los medios de comunicación: “¿Por qué es importante esto para el público estadounidense? Es importante porque estamos a punto de tener la guerra más grande en Europa desde la Segunda Guerra Mundial. Va a haber un despliegue masivo de poder aéreo, artillería de largo alcance, misiles de crucero, que no hemos visto utilizados en el terreno europeo hace más de 80 años, y no va ser un ambiente limpio ni estéril”. Los EEUU desplazan sus tropas a muchos miles de kilómetros de sus bases en Europa, donde se asientan desde la Segunda Guerra Mundial, o en el caso de España, desde la instalación de las   bases conjuntas establecidas de acuerdo con Franco, para proteger el régimen y su herencia monárquica y para ser utilizadas para agredir militarmente a terceros países: militarizar el Mediterráneo y establecer unidades de intervención rápida contra los pueblos de África.

Las guerras que hemos conocido en los últimos años en Yugoslavia, Iraq, Siria, Afganistán, Libia …, así como en numerosos países africanos, ha destruido países enteros, provocando millones de víctimas, con refugiados que se amontonan en campos de concentración de diferentes países. Guerras que han sido todas ellas de una dimensión mucho menor de la que ahora se dice preparar, que puede involucrar a los países de la OTAN, a Rusia, a China …

Biden miente descaradamente cuando afirma que, con los planes de agresión de la OTAN cerca de las fronteras de Rusia, se busca defender la soberanía de Ucrania y la democracia. Lo que buscan los EEUU es imponer sus intereses en el terreno comercial y militar en todo el mundo.

Estas amenazas de guerra imperialista han contagiado al Gobierno español. Su ministro de Asuntos Exteriores compareció en el Congreso para dar cuenta de los planes de agresión, que fueron establecidos por la última reunión de la OTAN en Bruselas. La Cámara se dividió al respecto en dos bloques, de una parte, PP, VOX y el PSOE, en apoyo del Gobierno, exigiéndole aclaraciones acerca de “a dónde está dispuesto a llegar si el conflicto bélico se hace inevitable”, y de otro lado, las formaciones nacionalistas de izquierda que mostraron su oposición a la “dependencia de la OTAN” y a la política de guerra. El ministro de Asuntos Exteriores, que cubría en Cortes la ausencia del presidente de Gobierno, mostró la política de guerra del Gobierno manifestando que la crisis de Ucrania era “una cuestión grave que afecta a la seguridad de Europa, pero también a la legalidad internacional”. Añadiendo que España está preparada para cualquier eventualidad. Se equivoca el ministro Albares, si piensa que los trabajadores y pueblos de España van a soportar las políticas de armamento y miseria social que expresan los mismos PGE, donde los gastos militares aumentan un 124%. De cada cinco euros de gasto público uno va a gastos de armamento, mientras se reduce la capacidad de compra de los salarios y las pensiones, y se multiplican los precios de los productos de primera necesidad. Las amenazas de guerra del Gobierno no pueden caer en saco roto, deben ser rechazadas abiertamente por todas las fuerzas que se reclamen de la democracia.

Los más altos mandatarios de Francia y de Alemania han tratado de simular una posición diferenciada de las instituciones europeas, y en particular de la Unión Europea, respecto al mandato militarista norteamericano establecido a través de la OTAN, ya que no solo se limita a lo militar, sino que insiste en profundizar la guerra económica y comercial. Se trata de impedir el acceso a alta tecnología, preparando sanciones económicas para las principales entidades financieras de sus competidores. El gas ruso y el oleoducto preparado para su comercialización en Alemania y otros países de Europa puede haber sido una de las causas reales del conflicto orquestado por la OTAN en las fronteras y países limítrofes de Rusia; ya que EEUU se opone a esta operación de comercio internacional para vender su propio gas a mucho mayor precio.

La actitud servil respecto al ordeno y mando de los EEUU del Gobierno español y su Ejército, también se expresa en el hecho de que una vez más el presidente de Estados Unidos, Biden, no ha contado con Sánchez para la celebración de una vídeo-conferencia, que tuvo lugar con los líderes europeos. El servilismo imperialista cotiza a la baja.

La formación franquista que se hace pasar por “liberal” (Ciudadanos), con la que cuenta el Gobierno para hacer aprobar la no derogación de las contrarreformas sociales, propuso una declaración del Congreso de apoyo al Gobierno, declaración que fue derrotada por la mayoría de diputados, poniendo de manifiesto la existencia de una mayoría contraria a las políticas de guerra. El voto contra el apoyo a la política de guerra del Gobierno de los diputados de Unidas Podemos, pone en evidencia a sus ministros, que aceptaron el envío de tropas, de barcos y aviones el pasado día 21 de diciembre. Rechazo, que pone de relieve que las condiciones políticas de la guerra no se han reunido por parte de quienes multiplican los gastos militares y preparan la Cumbre de la OTAN.

 Desde el movimiento de víctimas y de la Memoria, llamamos a todas las fuerzas políticas, sindicales y sociales a oponerse a la política de guerra, y a que, asimismo, se unan al rechazo a la Cumbre que el gobierno pro-OTAN pretende organizar el próximo mes de junio en Madrid.

En lucha por el socialismo, la democracia y la República: ni OTAN, ni bases…, ni guerra

http://elespacioindependiente.wordpress.com/:f:info.espacio.independiente


X CICLO DE CINE SOCIAL «SIN ATADURAS»

27/01/2022

Un año más, el Colectivo Republicano Antonio Machado, invita a l@s segovian@s a reflexionar sobre política, cultura y reivindicación a través de su ciclo de cine social “Sin ataduras”, que se celebrará durante el mes de febrero en La Cárcel de Segovia – Centro de Creación.

Programa

·       Miércoles 2 de febrero de 2022:

Las hermanas de la Magdalena (Irlanda, 2002)

 ·       Miércoles 9 de febrero de 2022:

La chica desconocida (Bélgica, 2016)

·       Miércoles 16 de febrero de 2022:

Diario de un Skin (España, 2005)

·       Miércoles 23 de febrero de 2022:

Diarios del exilio (España, 2019)

Las proyecciones tendrán lugar todos los miércoles del mes de febrero de 2022 a las 19:30 h. en la Sala Julio Michel de La Cárcel, Centro de Creación y después se celebrará un coloquio con los asistentes.

ENTRADA LIBRE hasta completar el aforo. Obligatorio uso de mascarilla.


NO ÚLTIMA HORA: Ser joven es un factor de exclusión social en España

24/01/2022
La COVID deja 2.700.000 jóvenes en exclusión y duplica la precariedad laboral

Circula por ahí un meme que dice que “ya tengo más amigos con Covid que con contrato indefinido”. Los memes, como los niños y los borrachos, nunca mienten así que me puse a hacer cálculos sobre la rigurosidad de la broma en cuestión. Y, efectivamente, me salieron doce contagios covid esta última semana por ocho contratos indefinidos. Ya puestos a inventar nombres de nuevas variantes del virus, la más extendida entre la población joven sería la “ómicral”: tener covid y contrato temporal. 

Justo estos días se ha publicado un estudio del que no se ha hablado todo lo que se debería. Es un informe de Cáritas y la Fundación Foessa que alerta de la tasa de exclusión social severa es cinco veces mayor en los jóvenes que en los mayores de 60 años. No una ni dos, cinco veces mayor. En total, 2,7 millones de jóvenes entre 16 y 34 años en España se ven afectados por procesos de exclusión social «intensa y multidimensional» que les impiden “realizar proyectos de vida para transitar hacia la vida adulta”. De estos casi tres millones, 650.000 se sumaron a esta situación el año pasado, con la pandemia rematando a puerta vacía en un campo altamente minado. Si entras en una crisis mal, no hay forma posible de no salir peor. El estudio coincide en el tiempo con las últimas cifras de Euroestat que hablan de una reducción al 29,2% la tasa de paro juvenil (por primera vez en 13 años se ha bajado del 30%), aunque España continua teniendo la segunda tasa más alta de desempleo juvenil de la eurozona sólo después de Grecia (39,1%) y muy por encima de la media europea (15,5%).

Me hace gracia la expresión “transitar hacia la vida adulta” porque hace tiempo que las fronteras entre la adolescencia y la vida adulta se han reducido a la etiqueta atemporal de “joven”, un adjetivo boomerang que abarca tantos años como lo hace la precariedad económica. ¿Cómo transitar hacia la adultez, sea lo que sea esa colección moralmente tipificada de marcadores sociales, si al terminar la carrera algunos siguen estudiando tan sólo para enlazar las becas o contratos en prácticas que vienen de la mano de esos estudios? ¿Cómo transitar hacia la adultez, sea lo que sea eso, si algunas ofertas de trabajo piden la incorporación de un recién graduado con experiencia laboral, algo que sólo es factible si eres Benjamin Button? ¿Cómo transitar hacia la adultez si entre enero y septiembre de 2021, más de 9 de cada 10 contratos firmados por personas menores de 35 años han sido temporales? ¿Cómo transitar hacia la adultez si sólo 1,5 personas jóvenes de cada 10 está emancipada en España, si la independencia se alterna con periodos en los que los padres continúan atándole los cordones del hijo antes de salir de casa?  Si los jóvenes tardan en alcanzar ese status moral o económico de “adultez”, no es por una motivación generacional; no es causa, es consecuencia de un sistema que se relame heridas de la fractura generacional.  

El universo referencial de los memes vuelve a mí como cierre de esta columna que no pretende descubrir un problema del que se ha hablado muchísimo en papel y mitin, pero que sigue sin abordarse de forma profunda (tan poco se aborda que el problema no deja de crecer). Hay un meme bastante recurrente en el que se ve un ganchito naranja haciendo las funciones de pestillo en una puerta. Ese es el nivel de protección de los parches y bonos destinados a los jóvenes mientras no se ataja el problema endémico de la inestabilidad laboral. Para vivir en un país con una proporción desmesurada de anuncios de alarmas, bastante poco nos alarmamos con lo que de verdad importa. 

https://www.eldiario.es/opinion/zona-critica/no-ultima-hora-joven-factor-exclusion-social-espana_129_8681515.html


¡Sin democracia no hay Memoria!

21/01/2022

La lucha por la Memoria es una cuestión clave de la vida política y social.

Cada clase social tiene sus tradiciones, sus organizaciones y, por tanto, la cuestión de la Memoria es inseparable de la división en clases sociales y de la misma lucha de clases de la historia.

En el año 2.000, contribuimos a establecer estas relaciones en un libro coordinado por Iva Delgado, hija del general portugués Humberto Delgado, asesinado en 1965 en España en la raya con Portugal acompañado de su secretaria, en una más que posible operación criminal conjunta de los servicios secretos españoles y portugueses, que no podían consentir la actividad política contra las dictaduras, que llevaba desde la clandestinidad el general Delgado y sus compañeros.

El citado libro editado por “Sequitur”, tiene por título “Impunidad y derecho a la memoria”, y reúne diversas colaboraciones de gentes del mundo del derecho y de la investigación histórica de varios países. En la portada de la publicación se dice: “Los más graves crímenes han sido y están siendo cometidos por personas que se sirven para ello de los recursos e instrumentos del Estado. Sin embargo, esas mismas personas se envuelven en un manto de impunidad tejido con recursos económicos, políticos y militares del propio Estado. Se declaran a sí mismo por encima de las leyes, hasta lograr llevar su delito al nivel de “crimen casi perfecto”, nunca sancionado. Llegan a negar la propia existencia del crimen. ¿Se conseguirá imponer la sanción a través del proceso penal?”. La hija del general Delgado subrayaba en la introducción: “Esperamos, con esta obra, contribuir a que la Memoria participe en la lucha contra la impunidad, a que la Memoria sirva para alertar sobre un problema que va más allá de la esfera de lo jurídico, que amenaza con proyectarse sobre el próximo milenio como la herencia de un siglo que produjo más víctimas de la violencia y de las persecuciones que cualquier otro”.

Entre las contribuciones se encuentra la de José Lopes de Mota, en aquel año 2000, Secretario de Estado de Justicia del Gobierno portugués, quien da un repaso histórico del asunto de la impunidad, señalando que al término de la Primera Guerra Mundial, el Tratado de Versalles habló de un tribunal internacional para juzgar los crímenes de guerra que nunca funcionó; que en la Segunda Guerra Mundial se crearon los Tribunales de Nuremberg y Tokio, que juzgaron a unos miles de criminales de los régimen fascistas y nazis, quedando otros muchos en la impunidad. La Convención de la ONU sobre el genocidio, y en 1974 la Convención Europea sobre la imprescriptibilidad de los crímenes contra la humanidad, quedó en nada, de forma que la segunda solo fue ratificada por los Países Bajos. Reconociendo que la imprescriptibilidad de los crímenes, aunque forma parte del derecho internacional (surgido de la derrota nazi fascista de la Segunda Guerra Mundial) “va disminuyendo con el paso del tiempo hasta desparecer”.

No es solo en el derecho penal donde la Memoria Histórica debe encontrar acomodo. Ese es, en concreto, el caso de los crímenes del franquismo. La represión y los consensos políticos han impedido la verdad, la justicia y la reparación de las víctimas durante 83 largos años. Desde el final de la guerra la justicia no ha sido posible por falta de democracia, es decir por no existir leyes e instituciones en ruptura con el régimen. A los crímenes de guerra se han sumado los de la dictadura, y estos han establecido continuidad con el periodo actual, de forma que son inseparables, formando conjuntamente el hilo de continuidad del “atado franquista” de crímenes contra la humanidad. Continuidad política e institucional que todos los implicados tratan de borrar separando de forma artificial el régimen de la monarquía, de la dictadura y de la guerra.

Mantener viva la Memoria Histórica, tal y como hoy sucede con la demanda de procedimiento penal contra Martín Villa en Argentina, y otros dirigentes fascistas y monárquicos, que han sido acusados por el tribunal como responsables de crímenes contra la humanidad (a los que se opone el Gobierno español), implica establecer un relato político real, fuera del cuento de la Transición ejemplar y del Estado de Derecho. La mayoría de las víctimas y de los acusados han fallecido. Ejercer el derecho a la Memoria debe, por tanto, comprender la realidad de los procedimientos penales que se puedan instar todavía, y conseguir ante todo la condena política de los crímenes franquistas por las más altas instituciones y autoridades del Estado español. Estableciendo la verdad política de los hechos ocurridos y la reparación, impidiendo mediante sentencia política de las Cortes Generales la prolongación de las instituciones y leyes de la dictadura; así como poder acabar con los valores y monumentos del franquismo, que aún ocupan buena parte del espacio público.

Romper con el régimen es, por tanto, la principal asignatura pendiente de la lucha por la libertad, la democracia y la justicia. Los consensos del régimen del 78 son los que han impedido (hasta hoy) la democracia y la justicia; consensos que deben ser abandonados por todos los que se reclaman de los derechos humanos. El gobierno actual, formado mayoritariamente por ministros del Partido socialista y de Podemos e Izquierda Unida, se ha encargado de hacer un refrito de la Ley de Memoria (de la impunidad) del gobierno Zapatero, negando otra vez los derechos inalienables de las víctimas y la condena del franquismo. La Ley de Zapatero, que no ha servido ni para cambiar nombres de calles, no puede prolongarse en otra ley de su misma naturaleza, tan contraria a la democracia y al derecho que los aliados de Sánchez se han negado a votarla, por lo que se encuentra aparcada en los cajones del Congreso.

Hace 45 años de los atentados cometidos por pistoleros a sueldo contra abogados laboralistas en la calle Atocha de Madrid. Nadie puede decir que se hizo justicia sin faltar a la verdad. Solo se juzgó a los autores materiales, pero no se quiso descubrir la trama oficial que estaba detrás de estos y otros muchos atentados. La prensa más avanzada habló, ya en esos años, de las relaciones de los criminales con los servicios secretos españoles y con el mismo ministerio de Gobernación dirigido por Fraga Iribarne. Recordemos que el primer gobierno de la monarquía estaba siendo vapuleado por una cadena de huelgas y movilizaciones que ponían en cuestión la prolongación del régimen franquista: la vuelta de los Borbones al poder de la Jefatura del Estado, de la mano de los camisas azules y los técnicos del OPUS, gracias a los pactos y consensos.

Los asesinatos de Atocha formaron parte de una larga cadena de crímenes cometidos contra quienes trataban de ejercer derechos elementales, de huelga, manifestación, organización sindical y política independiente. Entre la represión y el consenso se ahogó la movilización, y con ella la aspiración al cambio político e institucional tan arraigados en nuestra sociedad.

Rememorando a los abogados de Atocha, traemos a la memoria a todos y cada uno de los compañeros/as que fueron detenidos, torturados, encarcelados… Más de mil víctimas cosecharon los primeros gobiernos monárquicos para sostenerse. La Transición fue una operación de violencia política e institucional contra un movimiento obrero y democrático que se recomponía.

La violencia tuvo por objeto impedir que los sindicatos y partidos obreros se reconstruyeran como expresiones de independencia de clase de los trabajadores, para lo que se les sometió a las condiciones leoninas de los Pactos de la Moncloa, y al posterior consenso constitucional. La unidad nacional en torno al “atado y bien atado franquista” conoció todo tipo de claudicaciones de los dirigentes sindicales y políticos, cuyas condiciones aún perduran.

Reclamamos, por tanto, la verdad de todos y cada uno de los atentados cometidos contra la población y la necesaria investigación y condena del régimen y sus mamporreros.

Democracia y franquismo son incompatibles. De ello tenemos la prueba en nuestra propia historia más reciente: ¡Lo llaman democracia y no lo es!

Ese plan político tendente a preservar la herencia franquista fue el que se llevó la vida de los abogados de Atocha y de tantas víctimas de la represión. Cuestión que hoy se pone en duda por el propio Martín Villa, cuando trata de justificar los asesinatos en los que él tuvo implicación política como ministro, ante el juzgado argentino que lo imputa. Como si los crímenes cometidos fueran un cúmulo de casualidades, ocultando el plan político e institucional, tendente a mantener el saqueo y la impunidad, haciendo borrón y cuenta nueva de todo el pasado más inmediato.

Hay que dejar clara la situación que vivimos: no se trata -por tanto y de hecho- de que “sin Memoria no haya democracia”, sino de que sin democracia no puede haber Memoria que haga justicia a las víctimas. Las víctimas, y quienes defienden sus derechos y memoria, son inseparables de la lucha por la libertad, la democracia, la igualdad … Por ello, no dejamos de mostrar la incompatibilidad de la democracia con el régimen de la monarquía, expresando nuestra clara aspiración republicana de cambio político y social.


Banderas de nuestros padres

17/01/2022

Los análisis sobre la evolución política de los últimos cuarenta años suelen olvidar una cuestión: hubo una guerra. Se llamó fría y es un caso interesante, ya que el adjetivo hace que se olvide el sustantivo. Hubo una guerra dispersa (Grecia, Corea, Vietnam, Indonesia, Malasia, Chile, Nicaragua, Angola, Zaire, El Salvador, Argentina, Bolivia, etc.) entre dos modelos, algo que la une a un hilo en el que están las Médicas, las Púnicas o la de los Treinta años. La extensión temporal y espacial hace que perdamos de vista que hubo una guerra y, por tanto, hubo ganadores y perdedores. Las tropas de Milton Friedman entraron en Moscú y saquearon la plaza como las de Alarico en Roma. Francis Fukuyama confundió los fastos de la celebración con el fin de la historia. No se trata de decir si eso fue bueno o malo; lo interesante es que sucedió.

En la guerra, Europa era fundamental para el bloque liderado por Estados Unidos. Era la zona clave del tablero por su influencia en el resto del mundo y una pieza delicada, ya que no se podían poner en práctica de forma abierta mecanismos de contención basados en la represión y el uso activo de la violencia, como sí podía hacer el bloque liderado por la URSS. Los derechos humanos también eran parte del juego. Era posible una Red Gladio que alentara el terrorismo, pero no se podía provocar un golpe de estado en Holanda ni una guerra civil en Austria. Mucho menos, en Alemania o Francia. La solución fue el clásico tributo, la entrega de bienes para captar voluntades. La descontextualización de por qué se creó el estado del bienestar o el derecho de asilo provoca las sorpresas posteriores, ya que suele atribuirse a cuestiones morales o de lógica histórica. Fue una solución concreta a un problema concreto. Finalizado el problema, la solución decae.

Parte de la izquierda, los partidos de origen reformista, trató de estar en el bando ganador y se unió al nuevo modelo con la llamada tercera vía, el socioliberalismo: privatizaciones, desregulación y estado asistencial. La otra parte, los partidos revolucionarios, fue la más afectada por esa derrota. La mayoría de organizaciones decayeron. Las nuevas formaciones del espectro a la izquierda del socioliberalismo buscaron otros caminos que, en general, recogían las ideas planteadas en el 68. Probablemente, fue por propia supervivencia, ya que el conflicto capital-trabajo parecía superado. Quizá, se intuía que no era así, pero no se veía con claridad. La sindicación parecía innecesaria. Luis López Carrasco ha tenido un merecido éxito explicándonos nuestra propia historia. Quizá, era el momento oportuno. Ahora podemos entender lo que sucedió. 

En 2008, llegó el shock. En unos sitios más que en otros, claro. Tras doce años en los que había pasta para todo, llegó la ola. Tres años después, cuando ya había barrido a mucha gente, se convocaron manifestaciones. En ellas, había pancartas donde se leía: no somos mercancía en manos de políticos y banqueros. El mensaje llegaba tarde. El modelo que había ganado en 1989-1991 incluía la conversión de todo en mercancía, tal y como habían experimentado los soviéticos esos años. Claro que somos mercancía. Lo que estaba en discusión era solo el precio. La gente protestaba porque comenzaba a ser bajo. Lógico. Ya se ha dicho: finalizado el problema, la solución decae.

Es interesante leer los testimonios que recoge Svetlana Alexievich en El fin del homo sovieticus: «El capitalismo se nos echó encima. Mis noventa rublos se convirtieron en diez dólares y con ellos no había quien viviera. Abandonamos nuestras cocinas y salimos a la calle para descubrir que nuestras ideas no valían un céntimo». «De repente apareció gente muy distinta, jóvenes que lucían americanas color carmesí y sortijas de oro, y establecieron nuevas reglas de juego: si tienes dinero eres alguien; si no lo tienes, no eres nadie. ¿A quién le importaba que hubieras leído todo Hegel? La palabra literato sonaba como el diagnóstico de una enfermedad». «Los seguidores de Krishna montaban una cocina de campaña los fines de semana en el parque al lado de casa y repartían sopa y algo sencillo como segundo plato. Ver la fila de ancianos de apariencia sofisticada que se formaba cada vez te encogía el corazón. Algunos ocultaban sus rostros». «Cuanto más se hablaba de libertad, cuanto más escribíamos la palabra, más rápido desaparecían de los escaparates de los comercios el queso y la carne, la sal y el azúcar. Hasta que quedaron vacíos. Era terrible. Se restituyeron los talones de racionamiento, como en tiempos de la guerra. La abuela fue quien nos salvó, pasándose jornadas enteras pateando la ciudad para canjear los talones por comida».

Son experiencias comunes a muchos lugares del mundo. El capitalismo funciona en oleadas basadas en las innovaciones técnicas, como la que estamos viviendo. Cada una de ellas provoca no solo cambios en la estructura económica, sino la destrucción rápida y violenta de las instituciones básicas de la comunidad arrasada. En el caso de la revolución del XVIII, fueron las del Antiguo Régimen: los gremios, el comercio limitado, los bienes comunales o la economía de la casa, la familia extensa. Se introduce la distribución forzada de tierras, el libre comercio, la propiedad privada o la calificación como mercancía de la mano de obra. La individualización del trabajo hace que cada uno busque su propia riqueza e identidad, con lo que se destruye la comunidad. No se trata de decir si eso fue bueno o malo; lo interesante es que sucedió. 

La introducción del nuevo modelo provocó conflictos por todo el mundo que, en cada lugar, adoptaron una formulación diferente. Las élites desplazadas, como la Iglesia Católica o el shogunato, fueron las encargadas de liderar la revuelta de los sectores desposeídos gracias a su capacidad de influencia y su estructura logística. También, gracias a su enorme capacidad industrial para trabajar un material abundante y dúctil: la nostalgia

Regresemos a los testimonios de Alexievich: «Odio a Gorbachov porque me robó la Patria. Conservo mi pasaporte soviético como el mayor de mis tesoros. Sí, es cierto que nos tirábamos horas haciendo cola para comprar pollos azulados y patatas podridas, pero teníamos una patria. Y yo la amaba». Tras leer el libro, se entiende perfectamente la victoria de Vladimir Putin: reconstruyó instituciones sociales, como el orgullo colectivo que se recoge en el segundo testimonio. Es algo clave y, para comprobarlo, sólo hay que acercase al laboratorio en pruebas de la identidad: el deporte. Muchas veces, al final de la nostalgia, hay un Vladimir Putin o los ultrassur.

El mundo del siglo XX no volverá. Nunca. La estabilidad europea era fruto de un conflicto que ya no existe y tampoco hay organizaciones capaces de movilizar de forma continuada, salvo coagulaciones ante situaciones concretas.

Probablemente, el primer paso será reconocer la derrota y aceptar que el modelo nos gustó mientras nos puso un precio aceptable y dejó de gustarnos cuando consideró que éramos prescindibles. Las mercancías son perecederas. El segundo será volver al punto de partida: trabajo frente a capital, redistribución frente a acumulación. Material (salario, horario, vivienda, servicios, etc.) y simbólica (derechos y representatividad). Pensar que hay un conflicto es una trampa, como también pensar que el objetivo es la mera representatividad o ejercer de portavoz. El proyecto político de la izquierda es ofrecer a todo el mundo la mayor cantidad de recursos posibles para desarrollar su proyecto de vida. Segmentar esos grupos es otra trampa y muy vieja, pero es lógico que el capital global desee una resistencia local que sea inútil, como toda nostalgia. Los esfuerzos vanos conducen a la melancolía. El mundo del siglo XX no volverá. Nunca. Rindamos homenaje a las banderas de nuestros padres y tejamos las de nuestros hijos. 


Djokovic y el médico de tu barrio. Javier Gallego

12/01/2022
El tenista serbio Novak Djokovic celebrando una victoria el 7 de julio de 2021

Si todos hiciéramos como Djokovic, la Sanidad volvería a colapsar. Es así de sencillo. Y gracias a que la mayoría nos hemos vacunado, la Sanidad no ha colapsado. Y gracias a que la mayoría se vacuna, Djokovic puede no vacunarse. Y gracias a que la mayoría toma el riesgo en solidaridad con el resto, una minoría puede tomarse la libertad de ser egoísta. Las vacunas no evitan el contagio, pero reducen drásticamente los efectos más graves del virus. No te vacunas solo por proteger tu vida sino para proteger la vida de los demás, tu sistema de Salud y a tus sanitarios. El partido es entre Djokovic y el médico de tu barrio.  

Si vivieras solo en el mundo, nada te impide coger un coche y ponerlo a todo lo que dé hasta salirte en una curva y acabar con los sesos desparramados en una cuneta. Eres libre de matarte en el momento que tú quieras, pero haz el favor de no matar a nadie en el intento. Como vives en sociedad, si te quieres quitar de en medio, quítate realmente de en medio. Coge una soga, no un coche a doscientos. Con las vacunas, lo mismo. Nadie debería obligarte a ponértela, pero nadie debería obligar al resto a conducir en la misma carretera. La única forma de convivir es un permiso como el que tienes para coger un coche, que no es tanto una forma de control de la minoría como una forma de cuidado de la mayoría. No das más datos en el pasaporte Covid que en tu contrato telefónico, la tarjeta del súper o la última app que te has bajado. Te tiene más controlado Zuckerberg que el Sistema Nacional de Salud.

Cuando tú rechazas libremente un medicamento de efectividad probada, no te estás jugando solo tu vida, te estás jugando la vida de otros porque puedes llegar a ocupar recursos hospitalarios que podrían salvar a otras personas, no sólo del virus, también de otras enfermedades que dejan de atenderse por la pandemia. Como hizo notar muy acertadamente una médica, los no vacunados que enferman, no ponen ninguna objeción a ser tratados con medicinas de los mismos laboratorios que producen las vacunas. Todos preferiríamos no ser conejillos de indias de multinacionales farmacéuticas, pero es el único remedio que tenemos de momento, en el que, por cierto, se ha invertido mucho dinero público. 

El debate importante debería ser sobre el retorno de la inversión pública para que se pueda reinvertir en investigación y la liberalización de las patentes para que se vacune a todo el mundo sin beneficiar sólo al oligopolio. Estamos discutiendo sobre el privilegio de un tenista de élite que rechaza las vacunas cuando más de la mitad de la población mundial no tiene el derecho a una. Si todos hiciéramos como Djokovic, las variantes del virus se multiplicarían aún más y alguna de ellas podría ser mucho más letal que Ómicron o Delta. Hablamos de un privilegiado que ha pasado unos días en un hotel donde algunos migrantes sin papeles llevan años en condiciones lamentables, ése es el mundo asqueroso en el que vivimos y contra el que Djokovic no representa rebeldía ni amenaza ninguna sino más de lo mismo.

Y mientras hablamos de un multimillonario, nuestros sistemas de salud naufragan y nuestros sanitarios se ahogan por falta de medios. Tiene que ver. Djokovic es el ejemplo perfecto de la ideología que está destruyendo los sistemas de protección públicos. Parece lo contrario, un defensor de la libertad frente a las corporaciones, pero es otra pieza del engranaje, el ultra individualista insolidario que ha montado una revolución hacia ningún sitio. Es un Joker. Un reaccionario. Un jeta. Es Ayuso defendiendo la libertad de irse de cañas.

Una verdadera revolución contra este sistema sería denunciar a los políticos que están acabando con la Sanidad pública y universal para potenciar la privada, abanderar una lucha por la vacunación global y por la investigación estatal, denunciar el abandono de los países y las clases más vulnerables, pedir a los Estados menos medidas de control y más medidas de cuidado, reclamar que salven a los sanitarios que nos están salvando. Ésa es la mejor vacuna contra el virus. En el partido entre Djokovic y el médico de mi barrio, yo voy con el médico.

https://www.eldiario.es/carnecruda/lo-llevamos-crudo/djokovic-medico-barrio_132_8644265.html


«This is America»: la nación con 50 millones de pobres que no tienen dónde migrar.

10/01/2022

Un hombre con paso cansado y espalda encorvada atraviesa el parking de la iglesia cargando con un pack plastificado de agua embotellada. Lo mete en el maletero. Vuelve para recoger las bolsas de verduras frescas cultivadas en huertos por los voluntarios de este templo ortodoxo. Retorna. Abre la caja que le entregan sellada: un rollo de papel higiénico, una pastilla de jabón, unos guantes, un kit de costura, tiritas, termómetros desechables… Y una pelota antiestrés. Es publicidad de Blue Cross, una alianza de aseguradoras médicas con más de 100 millones de clientes, que sabe bien que en Flint, una de las tres ciudades más pobres de Estados Unidos, el papel higiénico es un lujo, el jabón es un lujo… y el agua potable es un lujo. 

Por eso, el hombre, blanco, desempleado, avejentado aunque apenas roce la cuarentena, padre de cinco hijos, recoge con la mano vacía una probeta que deberá devolver rellena con el líquido que sale del grifo de su casa el próximo martes. No se fía de lo que digan en el laboratorio en el que lo analizarán y no le importa que las elecciones presidenciales las haya ganado Biden. En esta ciudad casi nadie confía ya en ninguna autoridad desde que, en 2015, Obama llegase en el Air Force One para beber un vaso de agua del grifo ante los representantes de la comunidad, mientras a niñas y niños se les caía el pelo y ancianos morían de legionelosis a causa del agua contaminada del grifo que habían ingerido y que seguían ingiriendo.

Hay una pobreza que se mueve, mucho, como los peces que suben el río a contracorriente buscando un lugar donde ovar. Es la pobreza que no cae en la miseria gracias a la economía de subsistencia, al mercadeo diario, la pobreza que migra y que empieza de nuevo las veces que haga falta en busca de un horizonte de mejora. Hay otra pobreza, inmóvil, de cuencas vacías, que reserva las escasas energías encerrándose puertas adentro, buscando también en el aislamiento seguridad. No se mueve porque no tiene dónde ir. Es la que se encuentra en los países más míseros, conocidos por sus hambrunas, guerras y epidemias, y también en los márgenes de los más prósperos, como la que esta pandemia ha permitido observar con mayor nitidez en las calles vacías de la primera potencia mundial. 

En Estados Unidos hay 55 millones de personas pobres, ocho millones más que en 2019 como consecuencia de la pérdida de 22 millones de empleos por la COVID-19. Uno de cada cuatro de sus habitantes latinos vive por debajo del umbral de la pobreza, al igual que de los afroamericanos, unos porcentajes que han crecido un 2% durante 2020. En el caso de la población blanca, se ha pasado de un 11,2% a un 12%, según datos de la ONU. Ya antes de esta crisis sociosanitaria, la Oficina del Censo del Gobierno federal estimaba que dos de cada cinco de sus habitantes no podían cubrir un gasto de 400 dólares sin endeudarse. En junio, en pleno hundimiento de la economía mundial, más de un tercio de sus inquilinos no pudieron pagar su alquiler a tiempo. El mismo organismo advierte de que, en enero de 2021, cuando Joe Biden toma posesión, 12 millones de personas acumulan una deuda de más de 5.000 euros con sus caseros.

La economía estadounidense, la segunda más desigual del mundo –solo por detrás de China, según el índice Gini– es un castillo de naipes sustentado en las espaldas de millones de personas sin hogar o sin empleo, que esta pandemia ha dejado al descubierto con el vaciado de las calles. En Nueva York, la ciudad a las que todas aspiran parecerse, de la que sus habitantes multibillonarios han huido para instalarse en sus segundas residencias, la estampa es tétrica: sin los millones de turistas que la llenaban diariamente, el metro se ha convertido en uno de los refugios de las personas sin hogar.

Allí pasan horas dormitando mientras se protegen del frío. Arriba, los soportales de los teatros de Broadway, cerrados desde hace meses, se han convertido en su residencia habitual. Ahora que el frío aprieta, empiezan a morir por hipotermia. Según el Ayuntamiento de la Ciudad de Nueva York, cada año fallecen unas 15 personas por esta razón, aunque en su página web admite que se estima que son muchos más.

Pero lo peor está oculto en los gigantescos edificios de viviendas públicas de la Gran Manzana, convertidos en algunos barrios en favelas de degradación física y mental. La campaña demócrata en algunas zonas de barrios como Harlem, Bronx o Queens ha consistido, fundamentalmente, en gestionar ayudas para la alimentación, para pagar facturas de la luz y para suspender desahucios, además de prometer nuevas políticas de apoyo.

La tarde de Halloween, una líder comunitaria de Harlem inauguraba un buzón en la calle con libros para niños y niñas que, en su mayoría, no tienen ninguno en sus casas. “Los niños y niñas pueden imaginar qué pueden llegar a ser por lo que ven a su alrededor o por lo que leen. Donde nosotras trabajamos, a su alrededor solo ven pobreza, desempleo, violencia, drogas… Una niña de estos barrios no puede imaginar que puede ser otra cosa que ama de casa y madre porque no conoce otra cosa”, explica Jo Umans, directora de Behind the book, la entidad que ha regalado los libros.

Más pobreza con políticas antipobreza

La autovía que une Detroit con Flint es un viaje a lo Blade Runner por los grandes males que asolan Estados Unidos: letreros publicitarios a ambos lados de las vías ofrecen ayuda para la adicción a los opiáceos, alertan sobre la invisibilidad y omnipresencia de la pobreza, recuerdan la importancia de la escolarización…. Tras dejar atrás esqueletos de edificios que, hasta su deslocalización, formaron parte de la industria automovilística más potente del planeta, nos adentramos en calles vacías, barridas por un viento helado, y cuya apariencia desoladora es subrayada por las nubes grises que amenazan con lluvias. Como en tantas ciudades estadounidenses, aquí cada día de la semana, una iglesia de cada barrio se convierte en centro de ayuda. Hoy es martes y le toca a la iglesia ortodoxa de Astbury, uno de los barrios más pobres de una de las ciudades más pobres de Estados Unidos: Flint. 

Esta población del estado de Michigan se hizo conocida mundialmente después de que el director Michael Moore la utilizase como ejemplo en su documental Farenheit 11/9 (2008) para explicar la desafección política del pueblo estadounidense, especialmente con el partido demócrata. En 2011, el gobernador republicano Rick Snyder declaró sorpresivamente la ciudad en crisis financiera, suspendiendo así la capacidad de decisión de las autoridades locales, e imponiendo a sus representantes. Unos meses más tarde, Snyder anunció la aprobación de un proyecto multimillonario para la construcción de una nueva canalización del agua de la laguna que surte a Flint, una obra tan innecesaria como lucrativa por sus sobrecostes. En el proceso, las tuberías se contaminaron con plomo y su población, negra en un 54,3%, comenzó a enfermar. 

Cuando trabajadores sanitarios dieron la voz de alarma por los niños, niñas y adultos que llegaban a su consulta con problemas de caída de pelo, erupciones en la piel, ataques de ira y cambios injustificados en su comportamiento, las autoridades desoyeron su alerta. Snyder solo interrumpió el suministro de las aguas envenenadas cuando General Motors, uno de los grandes financiadores de su campaña electoral, se lo exigió por los daños que estaba ocasionando a las piezas de su cadena de montaje. 

El documental, dedicado a explicar las artimañas del Partido Demócrata para impedir la victoria de la candidatura de Bernie Sanders sobre la de Hillary Clinton y, posteriormente, la llegada a la presidencia de Donald Trump, recoge uno de los momentos que más vivos permanecen en la memoria de las personas entrevistadas para este reportaje en Flint. Tal era la crisis sociosanitaria que se vivía en 2015, que el entonces presidente Obama viajó a la ciudad.

Representantes de los colectivos más afectados esperaban con ansia y esperanza que declarase el estado de emergencia para que equipos de ingenieros del Gobierno Federal pudiesen intervenir y restablecer el agua potable para la ciudad. Por el contrario, el líder afroamericano pidió histriónicamente un vaso de agua del grifo en los dos actos públicos que protagonizó aquel día y los bebió con el fin de dar por cerrada la crisis política ante sus votantes. 

Exactamente lo mismo que había hecho meses antes el alcalde de la ciudad, mientras sus habitantes conseguían que un profesor universitario tomase pruebas con su alumnado y revelase la dimensión de la tragedia: el agua tenía hasta siete veces más cantidad de plomo del permitido legalmente. Moore recoge en su documental los rostros de incredulidad entre el público de Obama, que rápidamente dieron paso a la rabia por una nueva decepción: podía ser el primer presidente negro, pero estaba claro que tampoco iba a defender los derechos de los que se consideraban víctimas de un genocidio: si políticos, empresas y buena parte de la opinión pública habían tolerado que se envenenase, a sabiendas, a los habitantes de Flint durante más de un año era porque en su mayoría eran negros. Y la minoría, latinos y blancos pobres: el 40%, muy pobres, según las estadísticas municipales. 

“Sí, fue un genocidio. Hasta aquel día yo confiaba en Obama. Ya no. Fue muy duro ver cómo enfermaban nuestros niños y ancianos sin que nadie hiciese nada”, sentencia Miss Kay, uno de los voluntarios de la iglesia de Astbury que desde 2016 reparten lo básico a sus vecinos. Le acompaña en su tarea John, un hombre de 50 años, que tiene problemas respiratorios desde 2016 y que sostiene que, la semana anterior, una bala entró por la ventana de su casa procedente de un tiroteo cruzado entre coches en la calle. No hirió a nadie pero su nieto estaba en el jardín.

Es una locura: no tenemos trabajo, ni seguridad, ni podemos beber agua del grifo”, resume aún con incredulidad. Según el FBI, Flint fue la ciudad más peligrosa de Estados Unidos entre 2010 y 2012, cuando alcanzó los 22 crímenes violentos por cada 1.000 habitantes, y sigue estando entre los 10 primeros puestos.Hasta los años 70, cuando GM cerró buena parte de sus plantas de producción automovilística, Flint era un ciudad receptora de migración, de ahí el 3,6% de población de origen latino que recoge su padrón. Con las deslocalizaciones comenzó un nuevo éxodo por el que todo el que puede abandona la ciudad.

Ese es el caso de la mayoría de los familiares de Jasmine Cofield, una física de 26 años que volvió a su ciudad hace un año para investigar los efectos en la salud infantil del agua contaminada. Pero el caso de sus seres queridos no es habitual. Si estos han podido marcharse a ciudades como Atlanta, Washington DC, Las Vegas… es porque tienen estudios universitarios y, consecuentemente, mejores posibilidades laborales. 

Pero la mayoría de los habitantes de Flint no tienen capacidad de ahorro, ni estudios superiores, ni, sobre todo, la idea en su imaginario de la posibilidad de migrar. Porque, ¿adónde vas cuando vives en el país al que supuestamente todo el mundo aspira a parecerse? La excepcionalidad estadounidense es una teoría fundamental para entender esta nación de un nacionalismo fundamentalista.

Que Thomas Jefferson la definiese como “mejor esperanza del mundo”, que Harris S. Truman sostuviera que su deber era “ayudar a los pueblos libres a encontrar su propio destino a su manera”, que Ronald Reagan repitiera que era “más libre que cualquier otro pueblo”, o que Joe Biden termine discursos recitando salmos bíblicos y relacionándolos con el destino de su nación son solo algunos ejemplos de una cosmovisión que desemboca en un fenómeno paradójico: ninguna de las personas pobres entrevistadas para este reportaje se había planteado migrar a otro país a lo largo de su vida. Y la pregunta misma les provoca desconcierto.

Los migrantes son los otros, los que quieren venir a su país. “¿A dónde voy a ir: a México, a África, a España?”, pregunta retóricamente Shane, un vecino de Flint de 40 años que mata las horas sentado en la escalera de su precaria vivienda: apenas unos 20 metros cuadrados de estancia de tablas de madera en los que cocina, ve la tele y duerme. No tiene trabajo ni espera tenerlo. Dice no saber nada de su mujer y del hijo que tuvieron juntos desde hace ocho años. El crío tendrá ahora unos 12. 

Consecuencias del desprestigio político

A unas cuadras de su casa, se encuentra Vinicius, un hombre negro de 66 años que habla buena parte del tiempo con los ojos semicerrados. Sostiene en una mano el móvil con la llamada en altavoz desde hace 40 minutos. Espera que le contesten sobre por qué han bloqueado su tarjeta de crédito –“sin ella no puedo comprar comida porque ahí están mis bonos de alimentos”, explica–. En la otra sostiene el vigilabebés a través del cual escucha los gorjeos de la hija de su vecino, que cuida mientras este trabaja en la iglesia. Sostiene que la madre se marchó hace poco. “Este barrio es horrible. Yo no voy a ningún sitio ni hablo con nadie”, explica Vinicius, mientras en el televisor Biden explica el plan para frenar la pandemia que pondrá en marcha en sus primeros días en la Casa Blanca. 

Hace cinco años, Vinicius abrió el grifo y vio cómo salía un líquido espeso marrón. Desde que se confirmó que era tóxica, no la bebe, pero tiene que seguir cocinando y bañándose con ella. “No creo que Trump sea tan malo como dicen”, opina. “Quizás hable demasiado, pero porque es un hombre de negocios, no un político”, añade.

El desprestigio de la clase política hace que muchos de los entrevistados ensalcen el perfil empresarial de Trump. A la pregunta de si no lo considera racista, responde: “Posiblemente, pero ahora todo el mundo habla de negros, blancos, marrones. Echo de menos los años 60 y 70, cuando estábamos todos más unidos”. Vinicius dice que no ha votado. Alrededor, sencillas casas de tablas de madera se alternan con algunas quemadas, otras abandonadas, la mayoría decrépitas. Las calles, desérticas. La basura se acumula alrededor de los bidones. Solo las iglesias parecen cuidadas. Y hay muchas, por todas partes: más de 200 en toda Flint, que durante el auge de la industria automovilística llegó a albergar un cuarto de millón de personas y que, ahora, escasamente supera las 100.000.

En una de esas viviendas de dos plantas, con algunos juguetes abandonados en los metros de césped que la rodean, vive Cornet Johnson, de 33 años, con sus cuatro hijos, su marido y tres perros. Su hermana mayor, Dana, y su sobrino acaban de traerle en coche un par de vasos de litro de refresco de un restaurante de comida rápida. Viven en la casa vecina. Dana es obesa y no puede moverse apenas. Tiene los brazos carcomidos por una psoriasis que le brotó, según explica, a raíz de la crisis del agua. Ninguno tiene un empleo, todos tienen reconocida alguna discapacidad. Reciben por ello un cheque social que en el caso de Flint no supera los 400 dólares mensuales, y que varía sustancialmente entre Estados: entre los 150 por familia en Mississippi a los 653 en Alaska.  

“Mi hijo menor nació con defectos de nacimiento: es autista. El que ahora tiene dos años tiene retraso de desarrollo; el de cinco, tuvo manchas por todo el cuerpo durante mucho tiempo…”, explica ante la puerta de su casa, que cierra a su espalda. Las contraventanas permanecen cerradas. A estas horas deberían estar en el colegio, pero la madre dice que están durmiendo la siesta con el padre. Son los blancos pobres, conocidos como White Trash, a los que la historiadora Nancy Isenberg dedica su obra más popular, conocida con el mismo nombre y publicada en España por Capitán Swing.

Un colectivo que tuvo un gran peso en la victoria de Trump de 2016, sacándole unos 40 puntos de diferencia a los demócratas, y que ha perdido un importante apoyo en esta segunda vuelta. Cornet también dice que no ha votado. Tampoco hay rabia en su discurso, ni señala a responsables de su situación: es una pobreza heredada por generaciones y que en el país paradigma de las oportunidades neoliberales produce un autoodio: si no lo he conseguido, será porque no lo valgo. 

Esta percepción se rompió, como recuerda Isenberg, con la Gran Depresión de 1929, cuando más de una cuarta parte de la población se quedó sin empleo, por lo que “el viejo subterfugio de culpar al individuo perdió toda capacidad de persuasión”. La pregunta es si la Nueva Gran Depresión que se ha anunciado a nivel global como consecuencia de la pandemia provocará el mismo efecto

Melissa Meys vive cerca del centro de Flint, en una calle flanqueada en sus extremos por un hospital y una gasolinera. Ni aquí, ni en las manzanas de alrededor hay un supermercado. Solo licorerías y uno de esos comercios en los que aceptan bonos para comida y que solo venden refrescos, patatas fritas, galletas y, en el mejor de los casos, porciones de pizza a dólar. Para hacer la compra, la mayoría de los habitantes de las ciudades de Michigan tienen que conducir hasta las afueras, agarrar un enorme carro y llenarlo con paquetes familiares a precios bajos en comparación con el de las frutas y las verduras. Una parte sustancial de las personas pobres no tienen coche, no se pueden permitir trasladarse para hacer la compra o no tienen ese hábito, por lo que gastan sus bonos en las tiendas y restaurantes de comida basura. 

De Clinton a Trump

EEUU invertía hasta antes de la pandemia 278.000 millones de dólares al año en programas gubernamentales contra la pobreza, un presupuesto que supera al PIB de numerosos países. Sin embargo, el modelo ha cambiado poco en las últimas décadas. De hecho, el plan vigente, aprobado por Bill Clinton en los 90, fue diseñado por su predecesor republicano. Es básicamente asistencial: sus dos grandes pilares son bonos para comprar comida y evitar así que haya hambrunas ; y cheques sociales que no permiten salir de la pobreza, pero favorecen su perpetuidad, puesto que aquellas personas que consiguen un trabajo no pueden superar los 1.200 dólares de ingresos para conservarlas, absolutamente insuficiente para sufragar los gastos mínimos en Estados Unidos. 

Aun así, antes de la pandemia, Trump anunció la reducción de las ayudas sociales a un tercio de sus actuales beneficiarios, lo que, de haberse llevado a la práctica, habría excluido también a unos 500.000 niños y niñas de las becas alimenticias que reciben en las escuelas públicas. Para muchos de ellos, es la única comida que hacen al día. La nueva Administración ha prometido aumentarlas en la próxima legislatura. Pero en medio de la transición del Gobierno, desde finales de diciembre, han quedado suspendidas las ayudas de 600 dólares al mes para las personas que se habían quedado desempleadas y otras menores para aquellas que hubiesen agotado todas las ayudas

Melissa Meys, trabajadora social de 42 años, se ha convertido en la pesadilla de los responsables del envenenamiento del agua pública de Flint. Desde que empezara a organizar la respuesta ciudadana en 2014, no ha permitido que las consecuencias de aquella operación que está siendo investigada por corrupción caiga en el olvido. Tras una larga batalla judicial y mediática, ha conseguido alcanzar un acuerdo con el Estado de Michigan: tendrá que pagar 600 millones de dólares a las más de 10.000 personas que se vieron afectadas por el envenenamiento del agua. “Lo que han hecho con nosotros por ser pobres no es una excepción. Hay muchas otras ciudades con el mismo problema con el agua, porque el problema es que Estados Unidos no invierte en sus infraestructuras para el servicio público”.

La Agencia de Protección Medioambiental de este país estima que un 20% de los manantiales de los que procede el agua para el consumo contiene índices de sustancias perjudiciales para la salud por encima de los límites permitidos. “Y encima, la factura del agua de Flint es la más cara del país: pagamos de media unos 200 dólares al mes. Y si no pagas, te pasan el cargo a los impuestos de la vivienda. Si no los abonas, te desahucian”, recuerda Melissa.

Ahora ha emprendido otra batalla: asegurarse de que los 600 millones de dólares del Estado de Michigan se destinen íntegramente a pagar bonos de alimentos y gastos de hipotecas y de alquiler. Su temor es que la clase política vuelva a robarles. Y aunque le alivia pensar que Trump no seguirá siendo el presidente, no alberga ninguna esperanza por la Administración Biden. Especialmente después de que el exgobernador Snyder declarase en la campaña la retirada de su apoyo al candidato republicano para dárselo a los demócratas.

La operación resultaba tan inverosímil que algunos llegaron a pensar que era una argucia para desmovilizar a los votantes demócratas. Llovía sobre mojado cuando descubrieron que no estaba entre los planes del ahora presidente electo rechazar y desmarcarse de quienes les había envenenado. 

“Esto es América”, dicen algunos para resumir las causas de la apatía con la que viven esta transición. La misma frase hecha que repiten, una y otra vez, los supremacistas en las manifestaciones para rechazarla. Precisamente, algunos de los que más se han beneficiado de las ayudas federales para la COVID-19: una investigación de la Small Business Administration ha revelado que 14 organizaciones catalogadas como grupos de odio han recibido más de cuatro millones de dólares del Programa de Protección destinado a apoyar a los más vulnerables frente a la pandemia.

Todas ellas actúan como reconocidas lobbies para imponer políticas antiinmigración, contra los derechos del colectivo LGTBIQ+, contra los derechos sexuales y reproductivos y por promover la agenda supremacista blanca, basándose en un nacionalismo tan atroz que ni los más miserables contemplan la posibilidad de migrar.


El pequeño Almeida y la gran Almudena Grandes. Benjamín Prado.

05/01/2022

Dice el alcalde de Madrid, José Luis Martínez-Almeida, que Almudena Grandes no merece ser Hija Predilecta de la ciudad, pero que accedió a darle ese reconocimiento a cambio de pactar los Presupuestos con los ediles tránsfugas de Más Madrid. El pobre creerá que con eso se disfraza de estadista y que su gesto lo legitima como negociador, por poner el bien común por encima de sus propias convicciones, pero claro, debe de ser que no entiende que la mezquindad y la nobleza son incompatibles. O que cuando eres tan extremista como él en tus odios y tus militancias, lo mismo da El corazón helado que El rayo que no cesa, Almudena Grandes que Miguel Hernández, del que también quitó unos versos de un memorial: si la o el autor son de izquierdas, se los ningunea o tacha. Almeida el malo –la buena es Cristina– es un fraude en muchos aspectos y, entre otros, por la falsedad de la imagen cercana y bromista que quiere transmitir y que le aplauden quienes ya sabemos, porque lo cierto es que no es nada de lo que aparenta, sino un verdadero radical. Es un espejismo, o sea, una parte del desierto. Es otro campechano que, seguramente, no se dará cuenta de que cuando en lugar de asistir al entierro de la novelista, como era su obligación institucional, andaba dando saltitos de rana sobre un riachuelo, no resultaba simpático, sino grotesco.

Quizá la pregunta que habría que hacerse en esta ocasión es cuántos libros de Almudena Grandes ha leído Almeida; o incluso, yendo un poco menos allá, dejarlo en cuántos libros ha leído. Porque si menosprecia, con la habitual arrogancia del ignorante, a una de las autoras más leídas, más queridas y más traducidas de nuestra literatura, tendría que explicar, al menos, en qué basa su juicio. Aunque me temo que ni este ni otros suyos tengan fundamento: esta gente confunde la demagogia con la retórica, y la verborrea con la oratoria. La idea de que una democracia es un sistema en el que cualquiera puede llegar a presidente, o a otras cosas, ha pasado de ser un canto a la igualdad a ser una demostración de la estulticia de nuestros tiempos. Aunque ya sé que es inútil pedirle peras a un olmo: cómo va a saber leer el señor alcalde, si no sabe hablar y dice que él nunca habría concedido ese reconocimiento “de motu propio.” Le voy a dar un consejo: si va a recurrir al latín para darse aires, le informo de que en este caso le sobra el “de” y le falta una “erre”. Aquí tiene la norma que dicta la RAE: “Debe respetarse la forma latina proprio para el segundo elemento, y no sustituirla por el adjetivo español propio. Es incorrecto su empleo con preposición antepuesta: de motu proprio, por motu proprio.”

Almeida es un ejemplo superlativo de cómo una parte de nuestra clase política no tiene clase, ni siquiera educación, y también de la forma en que confunden su puesto con ellos mismos. Un cargo electo es un representante de la voluntad popular, pero él sólo lo es del Partido Popular. El bonito discurso en el que dijo lo que dicen siempre, que sería el alcalde de todos, estaba tan vacío como una cáscara de gamba en el suelo de un bar. Claro que, lo mismo que la frase hecha nos recuerda que se puede ser a la vez un hombre rico y un pobre hombre, también se puede ostentar un gran poder y al mismo tiempo ser muy débil. En su caso, como en otros, su debilidad proviene del hecho de que no deba temer a sus adversarios sino a sus aliados, ya que a él lo sentó en su silla y le dio su vara de mando la ultraderecha, pero, eso sí, dejando a su espalda una mano de ventrílocuo con la que lo mismo se puede manejar al muñeco que callarle la boca. Nada es gratis en un mundo donde todo tiene un precio.

Como tantos, el sobrevenido Almeida, otro producto cocinado en los hornos de la FAES, se parece al personaje de esa leyenda oriental que cuenta la parábola de un malhechor que cabalga sobre un tigre, arrasando todo a su paso, sintiéndose invulnerable y temido, sin darse cuenta de que también está atado al monstruo: si se baja, se lo come a él. Y por eso el señor alcalde y muchos en su partido se lanzan a sembrar vientos y recoger tempestades, no vaya a ser que les llamen derechita cobarde. El problema es que han añadido tantos cables de alta tensión al debate, que ellos mismos se electrocutan hasta cuando van a tender la ropa: la crispación a la que han apostado su futuro es también una forma de suicidio, una piedra contra su propio tejado; y por eso, como muestra un botón, cuando el jefe de los conservadores, Pablo Casado, pone un mensaje en las redes notificando que ha dado positivo en coronavirus, el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, le desea una pronta recuperación y él le da las gracias, resulta que inmediatamente aparecen desde Vox a gritar “que se besen, que se besen”, lo cual es una forma de ordenarle que siga la consigna: al enemigo, ni agua. Y estos son los mismos que se atreven a hablar del espíritu de la Transición.

Madrid se merece algo mejor. Estoy seguro.

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